Un ejercicio dantesco

De chico, cuando apenas empezaba la primaria, yo ya me sabía condenado al infierno. La vara del cielo era demasiado alta; los requisitos mínimos del purgatorio demasiado exigentes.

Me acuerdo de estar en el auto. Mama me había pasado a buscar por el colegio. Desde que arrancamos la angustia crece entre las costillas como una burbuja que quisiera reventar. Con el plop mama tiene que parar de repente en la banquina para atender al llanto, ver qué me pasa y preguntar que qué me lastime. Entre moco y moco le explico (mal) que Abu, y que mi perro y que mis hermanos, y ella van a morirse y flotar hasta el cielo: aquel lugar, me han dicho en el catecismo, donde los dignos son tan felices como felicidad les entre en el cuerpo. Mama no entiende mi drama. Yo entiendo menos, pero poco tiene que ver con diablos o calderos de aceite hirviendo. Una liviandad espiritual me deja aceptar ese castigo futuro y creerme preparado para él. No. Me pone mal otra cosa, que no se presta tan fácil a las palabras de un chico.

Muchos años después encontré esa misma angustia duplicada en un poema medieval, y pude entenderla mejor. En el infierno de ese poema todos los condenados piden que, por favor, se los recuerde: mi nombre fue tal o cual, dicen, recuérdenme. En el cielo del poema, la indiferencia hacia los de abajo es absoluta. Los salvados en sus órbitas (donde rotan mi abuela y Coco, el golden; donde próximamente giraran, planetarios, mis viejos en divino éxtasis), no tienen pensamientos para nosotros, condenados.

Creo que eso sentí de chico: que yo bajaría, pero que todos los que quería estarían trepados a las nubes en una felicidad perfecta que podía prescindir de mí: que yo era innecesario. También que el único consuelo sería creer que se olvidaron de mi castigo o incluso de que alguna vez pase por la tierra: en el cielo mama nunca tuvo un hijo, ni mi abuela nieto, ni Coco, compañero. ¿Porque cómo podrían estar colmados de felicidad (tanta felicidad como felicidad les entre en el cuerpo) sabiendo que yo sufría?

El material de estas pesadillas infantiles es el desatar divino de lazos humanos. Supongo que esta variedad atávica del miedo se estará extinguiendo, porque lo que lo hace posible se extingue o merma o tal vez cambia, solo. Pero creo que este temor también tuvo que haberlo imaginado Dante, como yo todavía pude, aunque de forma confusa, en la parte de atrás del auto, mientras me limpiaba la nariz sobre un tapizado de triángulos porque no hay pañuelitos. Recuérdame, mi nombre fue tal o cual, ruega por mí. Mi nombre fue Jaime, mama. Acordate y rompe el embrujo, que fui tu hijo.

Algo así correspondía decir entonces, pero cualquier claridad llega a destiempo. No pude expresarme cuando valía, y ahora que lo intento en un ejercicio ya no es importante.

2019

r. 2022

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