Metamorfosis del ninfo / Ser una casa

El ninfo fue testigo de cómo, una a una, todas sus compañeras, espantadas de la calentura ajena, se iban transformando en árboles, en fuentes y animales. Vivió mucho tiempo en un jardín formado por ellas. Sabía saludar a cada una por su nombre. Pero cuando envejeció, y empezó a confundir las cosas, ya no pudo distinguir a las ninfas de cualquier sauce, de cualquier pájaro. Supo entonces que había llegado la hora de su propia metamorfosis, punto final en la vida de los de su especie. A diferencia de las hembras, no iba a resultar de una persecución, sino del cansancio y de la soledad. Aprovechó esta circunstancia para meditar la forma que iba a tomar.

Nada surgió de mí, se dijo. Pobre fue mi poesía, pobres mis canciones, pobres mis tentativas de amar: no he sabido comunicarme.

Con los años, el ninfo viejo había creído poder resignarse. Pero ahora que se presentaba la oportunidad, sintió renacer el deseo, más fuerte que nunca, de participar de la vida, quizá por primera vez.

Las formas orgánicas que lo hubieran satisfecho eran patrimonio de las mujeres. Osos, arañas, musgos, peces y cardúmenes, lianas y selvas: todo eso le estaba vedado. Antes que él, de entre lo inanimado, otros ninfos habían optado por la existencia eónica y mineral de las montañas. Rápido descartó esa soledad inútil e infinita. Se acordó de sus hermanos, que habían elegido ser espadas, ametralladoras, juguetes para chicos, motocicletas… Las fue dejando de lado por bélicas, por plásticas, por ruidosas...

Su primer instinto fue ser un piano, o un pincel o un crayón; meditando con mayor cuidado en sus propios intentos fallidos de arte, se dijo que nada le aseguraba no ser a su vez un instrumento fallido (una guitarra sin cuerdas, digamos).

Pensó después en las ciencias. Le hubiera gustado contribuir un algo mínimo a esa vasta acumulación de datos y conocimientos, y se imaginaba a si mismo existiendo como microscopio óptico, o como una torre desde donde astrónomos describirían nuevas galaxias. Pero esas cosas le parecieron al rato variaciones ilustres de lo que ya era: un espectador de la vida ajena, un mirador del estremecimiento vital en las células o en los planetas.

Así que siguió pensando y buscando. Atardecía en el jardín de las transformadas. El color rojo que progresaba y que iba tiñiéndolo todo parecía apurarlo, como un desangre. Se dijo que iba a quedarse pensando en la noche mientras el jardín proseguía, indistinto, armónico, ajeno. Se dijo que la forma que le permitiría darse ya no iba a llegar. Escuchó entonces un piar: vio sobre su cabeza una rama donde anidaba un pájaro. Escuchó después un croar de ranas: vio a sus pies su charco, que se dejaba llenar por un hilito de agua transparente. Percibió primero la hermandad entre el nido y el charco; distinguió después una forma concreta para si mismo; supo, por último, que su cuerpo se estaba adecuando.

Ya las patas se le hundían, volviéndose bajo tierra, firme y amplio cimiento. Quiso gritar cuando un dolor le incendió el pecho, pero su voz era ya humareda silenciosa, y le llenaba de ceniza la garganta cambiante. Con un ruido como de rama pisada se le quebró la columna y las vértebras se descolocaron, escalonadas. Las cavidades corporales se exapandian y formaban los cuartos, tabicados y definidos por lo que había sido esqueleto y cartílago. Estas paredes todavía latían, aunque por dentro sangre, linfa y nervios ya mutaban a agua o luz, y buscaban canillas y salidas. Terminó de formarse la escalera. Los órganos y músculos calientes, se hicieron muebles y electrodomésticos, alfombras tibias frente al hogar encendido que largaba humo por la chimenea. Se apagaba su conciencia de ninfo para dar paso a su conciencia de casa, y cuando se desaceleró el vértigo de la metamorfosis, pudo estrenar ese nuevo discurrir del pensamiento, tan distinto, tan pausado. Lo primero que lo preocupo fue que quien se instalara tal vez vendría con chicos, y puso sobre las paredes de uno de los cuartos un patrón de animales de la selva, memoria de sus antiguas compañeras transformadas. Esto último ya le costaba. Cualquier cambio se ralentizaba, todo tendía a la inercia. Pero lo estimulaba la anticipación de estar habitado y la felicidad de alojar, como el charco, como el nido, vidas tan vibrantes como las de los renacuajos o de los pichones. Cuando agregaba, en un último esfuerzo, detalles sobre la alacena de la cocina, (él ya era plenamente casa), creyó percibir que se abría su puerta. Contuvo la respiración.

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Un ejercicio dantesco