Cómo manchar un guardapolvo blanco

Juega un juego: cada consulta solo puede llevarle 5 minutos. Juega bien. Entran y se acomodan en 30 segundos. Si dependiera de ellos, hablarían largo de su padecer, pero él acota los males que los aquejan a unos estrictos 2 minutos máximo. Me duele la garganta, dicen, por ejemplo. Y PUM: ya está respondiendo su sello con un golpe de tinta cuando cae indicando antibióticos. Explica el remedio: 1 minuto. Sabe ser conciso. Sigue la parte en que no entienden algo; siempre hay que preverla. 30 segundos para esclarecer. Por último o se despiden, o agradecen, o piden estudios o se quejan. Un minuto donde él: o chau, o de nada, o se los niega o tiene que decir que esto es una guardia, señora, y que por favor se vaya a su casa, no es urgente.

Si gana cierra la puerta y descansa entre paciente y paciente. Da unas vueltas íntimas en la silla giratoria, con los pies extendidos, hasta marearse y poder pensar, en la confusión de la vista, que está en otra parte, y no en un consultorio blanco y sin ventanas donde una luz fría redunda sobre su guardapolvo.

Pero esto solo si gana. Si la consulta demanda más de su tiempo deberá pasar sin paréntesis al paciente que sigue, porque se ha disciplinado para ello, y también para que no se acumulen, inmanejables.

Ayer tuvo una mala racha. En su memoria la serie incesante de viejas rotosas y de nenes con broncoespasmos de invierno que reclamaron su amor, se aúnan en una masa doliente y monstruosa. Hoy viene bien. Cinco minutos per cápita.

Entra al cubículo la paciente Q. Ve enseguida que es una paciente psiquiátrica. Parece que un ángel vive en su cabeza. Le pide por un exorcista. Que hija de puta. La acompaña su marido. Hasta hace días ejercía de arquitecta. Antes de esto, nunca nada raro, doctor. En otra clínica, le dice, la metieron en el resonador. Le habían devuelto un sobre para que se lleve con fotos del cerebro de su señora, donde se ven clarito una, dos, tres, cinco imágenes redondeadas y atípicas: las huellas de los dedos del ángel sobre el cerebro de Q.

40 minutos. La enfermera viene varias veces para actualizarlo de la lista creciente de enfermos, mientras los Q hablan y hablan. Hay gente que toca la puerta y pregunta que cuando le toca, hace un montón que espera.

Le pide al esposo que se retire. A solas con la posesa se miran un rato. No sabe bien qué hacer, o tal vez sabe pero lo olvidó. Decide que con ella presente no importa. Necesita despejarse. Rompe su propia regla. Extiende las patas y, tomando antes envión, hace rotar sobre sí misma la silla giratoria. Primero va rapidísimo y después rápido, y después ya no tanto, hasta que va más y más lento y se detiene por fin, paralelo al vértigo inicial que acaba en un atontamiento feliz, y al guardapolvo que deja de aletear.

Iba a recuperar en breve la lucidez y su lugar en el centro del consultorio, cuando Q pone las manos en el respaldo de la silla. Error, piensa. Pidió estar a solas con una loca asesina. Pero la mujer no hace sino girar de nuevo la silla, con ganas, desacomodando el consultorio que da, muy quieto en su lugar, vueltas fantásticas en torno suyo. Las paredes se borran. La fuerza centrífuga tira, amorosa, de los pies y el cuello, y cuando mira hacia arriba, le quema los ojos su sol macilento. No hay amenaza de quedarse quieto. Q no lo permite. Vuelve a hacer girar la silla a cada momento, volviéndolo el centro de un remolino blanco que no cesa. Dejándose aturdir, mira sin ver, en el movimiento, un mundo blanco y deseado: nieve o gaviotas. O tal vez es algodón, o espuma de afeitar o de mar, o nubes. O una jauría de perros albinos. O un rollo de papel higiénico - la marca que usa en su casa, la que tiene estampado un patrón de flores invitador - desarrollándose. O el cantero de margaritas que había en el jardín de su abuela. O quizá ve también a su abuela en el remolino, de una palidez inmaculada, junto a todos los demás muertos recientes, que viven, en otra zona del hospital, en la morgue, una vida como la suya.

Se le seca la cara. La sangre se estará retrayendo hacia donde es más necesitada. Su estómago hace lo posible pero termina cediendo. La garganta ácida deja pasar sin drama su almuerzo. Vuelve a llegarle el sabor de la milanesa a la boca, y ve lo que fue merluza manchando su ropa. Pero que ella no pare el viaje ni que él tenga que volver; que siga en el aire el vuelo sucio de la bata de su blanco oficio.

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