Los perros no se suicidan
Para V.
Desde hace tiempo vengo durmiendo mal y para descansar algo tengo que tomar pastillas. Ubico el principio de este insomnio en la noche en la que recibí la llamada. Me sonó el celular mientras estaba atendiendo. Me disculpé con el paciente - nadie me llama tan tarde si no es urgente - y asomando media cabeza afuera del consultorio hablé con nuestra amiga en común. Me dice, desde lejos, que hiciste lo que hiciste. Ahí terminé de sacar el cuerpo del consultorio blanco. Corté el teléfono. Colgué por ahí el guardapolvo.
Estaba trabajando en una guardia de Psiquiatría y los pacientes tristes o locos que estaban esperando su turno me alcanzaron, muy amables, unas carilinas sobre las que un par de ellos habían estado llorando, y donde dieron cabida a mis mocos. Me soné fuerte, gastando muchos papelitos, porque me vi, de golpe, del otro lado del mostrador: sentado y paciente en un banquito de plástico y último en la sala de espera, desconsolado porque sé que el que hasta recién atendía es medio pelotudo. Lo conozco bien. No vale la pena esperarlo. Se va a su casa cuando llega el reemplazo de emergencia.
Hace mucho, también, que no quiero sentir lo que siento, ni pensar lo que pienso, así que cada noche me levanto, me pongo una pastilla abajo de la lengua; vuelvo a la cama; me escondo en las sábanas. Quedo atento a la saliva, que va deshaciendo el comprimido, y después, cuando se disuelve y le pierdo la pista, intento distraerme imaginando el rumbo invisible de la droga en la sangre.
Espero, inquieto, los efectos del fármaco. Tratando de no pensar en vos ni en lo que hiciste, asoma en mi memoria otro recuerdo, afín pero menos inquietante - es viejo y entonces abordable: me acuerdo de Coco, de aquel mediodía en casa de mis viejos, en donde estoy tratando de que mi tía entienda que los perros no se suicidan.
En ese verano tengo la edad que tienen los chicos cuando están dominando el arte difícil de atarse los cordones. Primero, una tirita se cruza sobre la otra. Segundo: se doblan para formar las orejas del conejito, que entra después - tercer paso - a su madriguera escondiéndose sobre sí mismo. Ahí es cuando hay que apretar - cuarto paso - fuerte el nudo para atraparlo y listo.
Si, me acuerdo de que me estoy poniendo más o menos bien las zapatillas y que me quema la nuca el sol de enero y que le estoy explicando a mama que lo de Coco fue un accidente.
Le digo que estábamos jugando al fútbol con Fermín, un vecino, en el lote vacío. Que atrás del alambrado veíamos el jardín de mi casa amarilla y la pelopincho. Que había metido un golazo cuando vimos a Coco, el golden, asomando por el ventanal del segundo piso. Que nos ladró un poco. Que después, desde la distancia y en la cancha de fútbol, lo vimos tropezar o saltar o arrojarse desde las alturas y a través del ventanal que se quiebra: el perro leonado por un momento brillante y algodonoso en el cielo entre las otras nubes. Hasta que la suspensión en los aires acaba y cae de panza en la pileta del jardín con un chapuzón y las patas estiradas. Sigo diciendo que lo aplaudimos y vitoreamos, creyendo que lo veríamos nadar estilo perrito para salir y sacudirse. Y los nenes - me acuerdo que diría más tarde tía Leonor - no pudieron hacer nada. Cuando llegamos - le decía a su única amiga por teléfono - cuando llegamos el perro estaba flotando en la pileta, ya se imaginaría ella que asco. Como el perro no luchó por salir, no creyeron que estuviera ahogándose, dice. Recién cuando dimos la vuelta bordeando el alambrado hasta la entrada del jardín, entendimos, y para entonces ya era tarde.
La pileta era una aleación perfecta de agua, cielo y perro. La superficie se había aquietado y volvían a reflejarse en el espejo, frío y clorado, las nubes entre las que volaban las cucarachas de agua, y en el fondo del cielo allá abajo, el cuerpo de Coco. Papá había tenido que pescar el cuerpo con el saca hojas, arrimándolo a la superficie.
Fermín era, y todavía es, un buen amigo - cada tanto nos contestamos historias en instagram. También es unos años mayor que yo, pero a la edad que teníamos entonces, alcanza una brecha chica para que el nacido primero adopte aires de líder y para que presuma supuestos secretos adultos. Este Fermín me impresionaba siempre con un conocimiento enciclopédico y enteramente erróneo del mundo del que empezábamos a enterarnos. De él había aprendido que la orina puede embarazar, que los bebés se gestan en el estómago, y que al final, cuando sus madres enormes quieren reventar, nacen a través del ano. Por el culo, decía él, saboreando la irreverencia.
Ese verano me convenció fácil de que mi tía insistía en que Coco se había suicidado porque en el pecho le latía un negro corazón antiquísimo que operaba a maldad como las motos que admirábamos de lejos chupaban nafta para correr.
La primera vez que le escondimos el bastón ortopédico creí estar robando una pierna o un brazo. Me sentí mal. Se me pasó rápido. Alcanzaba que lo viéramos suelto, o que tía Leonor lo descuidara para que nos lo lleváramos corriendo. Ella nos puteaba en catalán, su lengua de verdad, e intentaba perseguirnos con sus verdaderas piernas, débiles sin apoyo, y maldiciéndonos con insultos tan antiguos, tan guerra civil española, que más parecían maldiciones de bruja. El bastón lo plantábamos en algún lugar del jardín, donde se entreveraba con los troncos y las enredaderas, confundidísimo. Entonces, desde el balcón donde había volado Coco, la mirábamos adentrarse en los canteros, buscando a tientas la herramienta de su andar entre los jazmines de leche, densos como laberintos. Desde lo alto y lo lejos le explicamos a los gritos que era una vieja de mierda. Hasta que salía maloliente y pegajosa y cubierta de savia blanca, de la que Fermín me aseguraba que era algo así como la waska de las plantas. Esto creo que lo decía menos por ignorancia, que por el gusto de poder nombrar lo que le traían los primeros hervores de la pubertad.
Le escondimos también - y esto ahora como adulto o médico me parece lo más grave - todos sus remedios. Fermín me decía que saltearse una toma de tal pastillita roja o de aquella cápsula transparente iba a hacer que a la vieja se le cayeran los ojos, o que no pudiera levantarse de la cama, o que tuviera diarreas incoercibles y como de maremoto que habría que tapiar con muchos pañales.
Una vez, aunque sabíamos que estaba prohibido o tal vez porque estaba prohibido, nos pareció razonable probar una de las pastillas. Queríamos la favorita de tía Leonor, que se las mandaba como nosotros los sugus. Debía de ser riquísima. Así que, imitando a mis mayores, robé un blíster del baño de mi tía y me escondí con los comprimidos blancos y redonditos en un fondo del jardín. Primero se animó Fermín. Después yo. Me puse esa primera pastilla en la boca con hambre. En el recuerdo la muerdo como se muerden los caramelos de fruta. A diferencia de aquellos, este no guarda frutilla ni menta, sino una cosa indistinta que me hundió enseguida en las mismas siestas mágicas e instantáneas que mi tía. Quedamos despatarrados con Fermín en el pasto picante.
No hay mejor somnífero que el acabar. Es casi lo único que como psiquiatras debiéramos recetar contra el insomnio.
Pobre tía Leonor. Para ella sí que no existían ni el sexo ni el sueño. Estaba emparentada con mi familia de la misma manera que Coco con los lobos o los chacales, difusamente, y tan alto y tan perdido en el árbol de la filogenética que podíamos tratarla como a un fantasma que viviera en el altillo. Nadie sabía bien cómo había terminado ahí con nosotros. No tenía a nadie más.
Confieso ahora una última maldad, que terminó de aislarla. Está se me ocurrió a mí, y por eso me sentí grande y Fermín: corté el cable del teléfono de su cuarto, y perdí su agenda para mayor seguridad, y desde entonces no pudo hablar más con esa única amiga que le atendía el teléfono los domingos, y con quien se embelesaba hablando del suicidio de mi Coco.
¿A que todo esto? ¿Por qué el perro? ¿Por qué una tía? ¿Por qué un vecino?
Cualquier cosa puede parecerse a cualquier otra: la vejez de una tía a la de un golden, un suicidio a otro. Ahora pienso en vos a través de Coco, pero no se me ocurrió entonces que cuando mi tía insistía en la hipótesis de la vejez insoportable estuviera hablando por la vía del perro de otra cosa, como yo ahora, mientras busco la parte fría de las sábanas, espero los tiempos del sueño, me distraigo de pensar. Me ocupaban cosas más importantes, en ese momento, que el devenir de una vieja: las noches que siguieron al chapuzón del golden fueron de la culpa.
El suicidio de Coco era inadmisible. A mí me parecía que el amor hubiera debido imponer sobre él la responsabilidad de seguir viviendo, duradero y recio y dorado, a pesar del dolor. Así que yo sostuve la hipótesis contraria del accidente, de que se había caído del balcón por torpe o por ciego. Y hasta papa dijo que en verdad Coco no veía nada y que menos aún pensaba en nada, era tonto como las palomas. Había tenido los ojos blancos y turbios por el desgaste de las cataratas girándole en los ojos, y podía responder solo al ruido de los chicos llegando del colegio o al olor de las milanesas de pollo friéndose en la cocina. Además, decía yo, los perros no se suicidan.
Sí, por suerte, todo se parece a todo: puedo hablar del insomnio de hoy como de aquel primero, cuando no me daban tregua los mosquitos de verano y la idea ajena y ridícula, implantada por tía Leonor, de que tal vez sí, de que tal vez había decidido matarse el perro. Y seguía a la duda la pregunta de si yo hubiese podido hacer algo para evitarlo. La convivencia con gente, por ejemplo, tal vez había hecho un poco persona al perro. En una de esas, de tanto compartir con nosotros, había tomado conciencia de su propia mortalidad. Guau, habría pensado o ladrado sorprendido Coco: soy para la muerte, y su cola habría parado de moverse. Bendecido con ese conocimiento imprevisto Coco bien podría haber tomado la decisión de terminar con su dolor. Después de todo, habría pensado, soy solo un perro.
Pero si el ánima de Coco valía como la de una persona - y yo estoy convencido - estaría ahora mismo siendo centrifugada en el purgatorio, ese gran lavarropas de almas sucias, donde se friegan hasta las manchas de los pecados más inmundos: se sale del suicidio tibiecito y con olor a lavanda para la eternidad. Y una vez inmaculada, su alma pasaría a secarse - por extender de manera medio forzada la metáfora - sobre el tender del paraíso, bajo el sol poderoso de nuestro señor.
Esta noche doy vueltas en las sábanas. Veo la luna a través de la persiana, que cierra mal. No sé del todo que hacer con mis muertos. Está gastada la mitología de mi infancia, los cielos y los infiernos, pero cada tanto la sigo masticando, como se insiste en un chicle duro y sin sabor. Hoy por hoy el único paraíso imaginable es el - muy pobre - de mi memoria. La imagino como pelopincho: llena hasta el borde. En la tela de nylon tirante y azul no cabe más nada. Ahora, cuando me muevo en la cama toda su agua estancada y maloliente se mueve conmigo: el jardín, el alambrado, el vuelo del perro, la tía Leonor muriendo lento y Fermín errando a mansalva: todo rebalsa por los costados de plástico. Y son demasiadas cosas, es un montón; es suficiente para agobiar a cualquiera. Tal vez también fue insoportable para Coco, y por eso decidió entrar de palomita al cielo en el agua. Pero tengo apenas 27 años y el universo que no cesa va a seguir lloviendo sobre mi pileta: esto recién empieza, nene, diría mi tía nonagenaria; aguantatela, maricon, diría Fermín.
Así que me la aguanto porque esto recién empieza, y tengo que pensar los pensamientos infames que todos tienen en estos casos, cuando deja de distraerme mi niñez: si te quise lo suficiente, o si te quise mal, o si te quise poco, o - peor - si no te habré querido demasiado, como quise de más a Coco, y entonces haberte hecho mal sin intención.
Cuando aflojó el calor Fermín y yo dejamos de bañarnos en la pileta. El agua se enfrió. Los bichitos nadaban crol en el verdín sin la interrupción de nuestros chapuzones entrando de bombita o palito o de perros voladores. Aunque el jardín seguía verde y florecido se notaba que moría por pudrirse. Mirábamos películas dentro de la casa, ojeando la llegada del otoño. Fermín me desafiaba a ver las de miedo. Yo ya las vi todas, canchereaba el. Y conocí sin conocer (porque me tapaba los ojos sin querer verlo ni pensarlo ni sentirlo) los machetazos del cine slasher terminando las vidas de adolescentes insoportables, y un montón de películas de found footage, que sugieren todo sin mostrar nada, por no tener poco o ningún presupuesto.
Como ya dije, yo por entonces dominaba perfectamente mis cordones. En dos segundos uno sobre el otro, conejitos, aprieto el nudo, salgo corriendo hacia la cocina. Intento disimular, pero Fermín me señala el pijama. Te hiciste pis, puto, me dice, aunque huelo yo también, el terror en su traje de baño, que le gotea por las piernas hasta las ojotas. No me animo a decirle nada. Para sortear la incomodidad, me dice que hay que llenar de dulce de leche a Tía Leonor y ponerla a dormir en el jardín, para que se la coman viva. Nos reímos un poco los dos. Hasta que de una sombra la vieja salió silenciosa y se plantó ante nosotros con el bastón ante nosotros. ¿Va a pegarnos? No, tiene unos aires desorientados que no le conocemos, y lo más raro: ella también tiene olor a pis, como nosotros, y como nosotros también se desentiende de ello. Y nos quedamos quietos dentro del círculo de luz de la cocina, donde no había asesinos ni bichos ni peligros, formando un triángulo de meados, con los grillos de fondo.
Ese verano fue el último de lucidez para tía Leonor. Desde entonces me empezó a llamar con nombres catalanes que no eran los míos. Se olvidaba de comer y de tomar sus pastillas. Por las noches, yo la escuchaba desde mi cuarto hablar con su amiga a través del teléfono sordo y mudo. Era tan difícil ser vieja y tan difícil estar tan sola, y ella ya querría estar muerta, querida, vos me entendes. Y su lamento viajaba por el rulo del teléfono fijo hasta el punto donde yo lo había cortado mis tijeras escolares, y ahí quedaba, perdido entre los cables pelados. Tía Leonor hablaba igual. El mundo que había ido acumulando se le estaba cayendo de la cabeza como de una caja de cartón desfondada.
Las noches eran lo peor. Hacia el final, yo, mamá, y papá, la escuchábamos desde nuestras camas deambular por la casa de madrugada. Buscaba sin fin, en el fondo de los cajones, las cosas que nadie le había robado nunca o almorzaba a las 4 de la mañana olvidando abiertas las hornallas de gas.
Una noche mi vieja entró desvelada a mi cuarto para decirme que habían desconectado a la tía Leonor. Se había estado muriendo de pura vejez, lento, en el hospital. Ah, me acuerdo que bostece, todavía medio soñando. Y aunque esa muerte no me afectó demasiado, cuando alguien tiene que transmitirme una mala noticia, llamando, por ejemplo, a medianoche al hospital donde trabajo, esa noche reverbera desde hondo. Como que se repite, y tengo la sensación de estar despertando a algo nuevo. Ahora estoy bien despierto.
Después de la muerte de Tía Leonor, y de su entierro sin gente que la llorara, y de que vaciáramos, como si no hubiese existido nunca, la buhardilla donde había vivido tantos años empolvada, la volví a ver, una noche de invierno.
Yo me había quedado hasta pasada la medianoche viendo tele. Subiendo a mi cuarto crucé el vidrio empañado por la helada. Creí ver, del otro lado, a Tía Leonor esmerilada. Aprete la palma de la mano y los cinco dedos contra el cristal y dibuje un arco iris transparente en el frío que hacía de ventana para espiar chiquito, la noche. La vi como en los peores momentos de su demencia: caminando sin rumbo por el jardín oscuro, inestable y buscando su bastón con el que no había sido enterrada. Después el fantasma se acercó a la pelopincho de invierno, que nuestra desidia no había desarmado todavía. Estaba inmunda. El fantasma se apoyó sobre el barandal. La pileta sostenía en su lugar el agua quieta y el cielo. Reflejaba una luna grande y redonda. Agarrada, parecía que encontraba un equilibrio. Después, hundía la mano arrugada en el agua sucia, haciendo de cuenco, y se la llevaba a la boca, tirando la mitad en el trayecto. Pero algo la lengua recogía. Y de a sorbitos pareció ir reencontrándose, saber quién era y dónde estaba, y conocer quién era yo y desde donde la miraba, y empezó a levantar los ojos hacia el balcón, que no llegué a ver - ojos que serían blancos y lechosos, unos ojos de catarata - porque salí corriendo a mi cuarto, y me tapé con las sábanas hasta la cabeza. Quedé temblando y cubierto por ese cielo de hilo constelado de pokemones, y estaba listo para ver, transparentándose apenas a través del algodón, la llegada vengativa de la tía Leonor, buscando desde la muerte al ladrón de su bastón.
Ahora tengo otro cielo y estoy cubierto por sábanas dignas de gente adulta, pero no es tan distinta la situación. Estoy acá abajo para que no me coman los fantasmas. Si, debería tomarme otra pastilla. Esto está tardando mucho. Busco el exterior, pero mis patas largas y los brazos están como perdidos en la cama. No encuentro cómo salir, empantanado, como el protagonista de esa película, en la miel de las sábanas. Y se vienen fuertes los recuerdos como hormigas, que se me trepan con hambre. Una hormiga el vuelo de Coco. Otra hormiga, la muerte de Tía Leonor. Otra su fantasma o aparición. Pican o muerden. No dan descanso. ¿Cuándo carajo hará lo suyo el rivotril?
Otra hormiga me camina por el cuerpo: es Fermín. Fue padre hace unos meses, y su conocimiento anatómico se habrá rectificado de golpe después de las labores del parto, al intentar atajar a Fermincito junior por el agujero equivocado. Le di like a la foto en Instagram.
Como a él, también a mí va a educarme el desengaño, porque ahora mismo, en la cama, estoy gestando el error de que escribir todo esto va a librarme del recuerdo. Mi plan es el siguiente. Voy a escribir un texto sobre lo que paso, pero en donde se aluda a vos sin nombrarte porque no quiero pensarte ni sentirte. Voy a tomar, me digo, la vía del perro, como hacía siempre tan sobria y discreta la tía Leonor. Ahí voy a preguntarme por qué hiciste lo que hiciste. Voy a meditar sobre los métodos, pero, ojo, sin ahondar demasiado. Voy a guardarme si fue con esos caramelos, de los que no tienen ni fruta ni menta, o volando alto desde donde no se debía, o si fue mediante un nudo de conejitos, de los que se tira fuerte hasta desaparecer. No voy a explicar lo que eras para mi - eso va a ser para siempre mío. Pero si voy a tener que dejar picando, porque no lo sé, que es lo hacemos con vos los que nos quedamos de este lado y te quisimos tanto. Fuimos muchos. Voy a rescatar a dios y su cielo, o lo que haya después, para que no te quedes, como otros, como Tía Leonor, viviendo como fantasma. Voy a creer que evocar mi infancia, y esbozar un par de anécdotas o algún personaje será duelo suficiente.
No voy a contar con qué, sí: por suerte, o por mala suerte, todas las cosas se parecen a alguna otra - menos vos.
Otra hormiga: tu mano izquierda.
Otra hormiga: una lapicera azul en los dedos y aún otra: la forma en que se apoya en tu boca mientras pensas, muy concentrada, en el examen.
Tu pollera, tus piernas: hormiga, hormigas.
Mis ojos bichos espiando tus tetas: hileras de hormigas
Ahora una otra, última hormiga: quiere insinuarse, pero ya el veneno la alcanza, como alcanza a todas las demás, porque llegó al corazón de la colonia y los recuerdos se achicharran y se mueren al contacto con el fármaco, como una demostración fugaz y artificial de lo que poner en palabras podrá hacer de manera definitiva y verdadera.
Y voy a saber, cuando termine este texto - que imagino como una máquina para curar el insomnio - que ese es un pensamiento de fiebre.
Pero por ahora hay mucha luna en la ventana, filtrándose entre las persianas torcidas. Estará volando también en la costa, moviendo las olas, como en las mujeres la menstruación, y en los geriátricos los delirios. Vuela y brilla fuerte también para mí y me consuela su espejismo de que voy a poder contarlo todo callándome todo, y que cuando haga útil la enormidad de las memorias sin propósito que tengo adentro, va a terminarse la pestilencia del agua estancada en la pelopincho, y el trabajo carnívoro de las hormigas y la aparición de los fantasmas en la casa de la memoria, que va a estar por fin dormida, y yo también.
Febrero 2022
R. Febrero 2023