Hijo de la anguila - 2/3

Hay un grito del cuerpo, la cinestesia que se anticipa al pensamiento: de esta altura nadie sobrevive. Y sigue la sensación de caída aún cuando los recoge la nieve, cuando se levanta sin fracturas. Mira para arriba. No se ve la cornisa superior. Y tiene que repetir, ahora con palabras, como lo deben estar haciendo los guardias, que es demasiado alto, que estaremos muertos.

Silva también se levanta. Aún en la oscuridad se ven las heridas a través de la camisa, la pierna. Duda, pero Mosca deja que se apoye sobre su espalda. Van a irse, cuando Silva hace un ademán dolorido y señala al tercer hombre. Mosca lo ignora. Nos van a alcanzar, quiere decir. Hijo de puta, le sale, cuando Silva echa todo su peso sobre él. En el suelo la mano de Silva busca la de Carozo. Mosca va a dejarlos, quiere deshacerse de ambos, pero Silva le señala más adelante. Hay un hueco en el suelo y no falta nada.

Se arrastran. Entran a través de la boca, un círculo irregular. Mosca se desmaya o se duerme, no está seguro, pero cuando despierta la nieve bloquea la entrada. Extiende los brazos para explorar la cueva. Palpa enseguida la tierra y entiende que no es ni eso. Es un hueco. Siempre una pierna de Silva, un brazo de Carozo, le entorpecen el movimiento. Opta por estar muy quieto. El hueco se calienta con sus respiraciones, con la sangre de Silva, hasta el vicio y el sofoco. Se quedan en silencio, apretados. Cree dormirse otra vez hasta que escucha palabras que piden luz en lo oscuro, botas, un movimiento ordenado. Silva indica silencio. Le señala a Carozo. Mosca entiende y se acerca a él, le cubre la boca. Carozo se inquieta, se remueve, lloriquea, intenta morderlo. Cuando los guardias se alejan Silva le alcanza un brillo de entre los dedos: la hebilla en el cinturón. Le dice: que no pueda desobedecerte, y Mosca imita a Silva, con saña, como lo ha visto hacer en el penal. Después Carozo, ovillado en el suelo, se mueve hacia Silva, se hace una bolita sobre sus piernas y le mira las heridas. Parece decir algo y entonces el otro le acaricia la cabeza, bueno, dormite. Enseguida empieza a roncar, y Mosca, mientras se masajea la muñeca, siente una envidia que lo avergüenza porque Carozo no parece registrar el dolor, o no perdura o lo olvida, no entiende su origen y sus causas. Y en cambio, yo tengo que saber, piensa.

Lo levanta Silva, su voz marcial un murmullo, contándole que ya pasaron varias veces, que hay que estarse quietos porque por ahí andan. Pero apenas cede la nevada, Mosca no se resiste. Son muchas horas. Está agarrotado entre los otros. Tiene que salir, ya, ahora, y da patadas en el cúmulo que ciega el escondite. El sol entra de golpe como un párpado que se abre. Mosca se abre paso. Están entremedio de los árboles petrificados, bajo la montaña. Todo lo que me rodea está muerto, siente, pero yo no. Así que sale del hueco, inspira, limpia con un aire helado el olor metálico de la sangre. Calcula mirando el cielo que es media tarde. Silva amaga con seguirlo. Se levanta pero cuando da un paso, algo cede y da un grito de dolor mientras cae. Tirado, resoplando fuerte, dice, traelo, porque Carozo se aleja y deambula. Mosca lo corre, agarra las manos desproporcionadas del hombre con alguna duda, como si fueran otra cosa que manos, moluscos o larvas. Lo trae adentro, junto a Silva. Yo voy a recuperarme, escucha decir al baleado, dame unos días. Mosca no lo mira. Las ramas negras se cruzan con simetría en todas direcciones, las va perdiendo cuando entran en fila a la noche progresiva. Piensa: la playa la alcanzo hacia la madrugada. También: ellos me harían lo mismo. Pero se queda, porque no quiere andar en la oscuridad, y porque los guardias todavía andaran alertas y patrullando la zona. Le parecen buenas razones. Estas cosas, se dice, nada tienen que ver con la gratitud o el deber. Cualquier perfil en el horizonte puede ser un guardia, así que se reúne con los otros. Junta con un abrazo una pila de nieve y disimula desde adentro el refugio. Después rompe la camisa de Carozo, que no se queja y la envuelve alrededor de las heridas de Silva. Convienen una esquina, que entrada la noche va a impregnar con el olor de sus desperdicios toda la cueva.

Después esperan. Otra vez pierde Mosca noción de cuál es su cuerpo, ahí apretado entre los otros, inmóvil. Silva cuenta cuentos de su predecible vida de matón, que Mosca ya conoce. En el penal se sabe todo de todo el mundo. Cuenta que quiere volver a la capital, a su familia. Cree tener algún hijo, que hasta que no fue condenado, no le interesó conocer. A Carozo ni siquiera lo nombra. Mosca se queda callado, asiente, dice claro o sí. Cree que le toca decir algo a él, de sus negocios o estafas, pero la idea lo agota. Acordarse de su pasado, de los azares y circunstancias que lo ponen en la cueva, le parece una forma de hacer más real el presente, con su invierno y estrechez. Reparten lo que sobra del chocolate. Ayudalo, dice Silva, y entonces Mosca quiebra la barrita de Carozo. Quiere alcanzarselos, pero Silva lo interrumpe, tenés que darselo de a poco, si no se atraganta. Así que va poniendo el chocolate en la boca de Carozo, que se calla por un rato. Cuando termina, Mosca se frota los dedos con fuerza contra la tierra, hasta lastimarse.

Más tarde sueña con una ciudad a orillas de un río sucio por la que se mueve como su rey, como vivía antes del penal, y en donde le pasan muchas cosas. Hasta que empieza a llover para siempre y todo se pierde en el diluvio. Cuando amanece piensa que no hay nada más tedioso que relatar las noches de uno, pero también que no tiene otra cosa, y que el sueño, redondo y simple como una moneda en la mano, era una forma de retribuir las confidencias de Silva. Este lo escucha mientras se saca el vendaje, considera, se toca las heridas, se alegra de no haber muerto mientras dormía. Recibe las palabras como venidas de otro idioma o de otro tiempo, ya sin equivalencia o respuesta posible. Así que devuelve. Un sueño, parece opinar, solo vale por otro sueño. La voz de Silva toma carrera y empieza a hablar, se entusiasma, sopla y da vida exagerada a las palabras que dice. Más vivo, más pragmático, levanta soles que orbitan en la cueva, levanta pastos y flores que crecen sobre las paredes, levanta mujeres, ahí, con ellos. Y estas cosas las va diciendo y abriendo con ritmo y poder, con una prosodia de carnaval en verano. Carozo está en silencio y Mosca se entrega a la evasión: el agujero ya no parece aplastarlo y se está olvidando de que afuera los persiguen. La voz hunde los dedos y va arrancando de la nada imágenes de esa estación evocada, donde comen y cogen y comen y corren sin cuevas ni inviernos. Pero las frases de Silva se le atropellan hacia el final, se le cansan y caen, como un títere al que se le cortan los hilos. Todo queda en silencio. Todo vuelve a ser una cueva y tres hombres cansados, una pausa en la persecución.

Abren la nieve, y la mañana les llega clara y transparente. El aire cristalizado como una lente magnifica la presencia de la montaña y del silencio. Mosca apenas se anima a alejarse. Sus pasos parecen tantear lo que inminente puede quebrarse. En la periferia del ojo, cualquier viento o las sombras que sacude pueden ser una imagen del fin.

Silva lo mira desde el agujero. Siempre tirado, estirándose con dolor, junta la nieve que lo rodea y cubre el charco amarillento al final del refugio: de repente puede respirar. Hace un par de intentos de levantarse, con esfuerzo. Es como una pila de barro. Cae siempre y Mosca se inquieta sin hacer comentarios.

Hacia el mediodía ven perfiles en el horizonte. Sin tiempo para correr al refugio, Mosca se queda quieto, transpirando. Las figuras se acercan un poco. Crecen contra el sol, parecidas a los árboles negros. Carozo también está lejos de la cueva, pero sigue moviéndose, ajeno. Aunque la isla está despoblada, Mosca piensa con esperanza desencaminada que si lo ven, tal vez se lo confundan con un animal, un oso quizá. Pero vuelven a alejarse, se retraen como si volvieran a la tierra, a alguna semilla. Mosca se descompone. Cae de rodillas y vomita. Arrastra a Carozo hasta la cueva y ese día ya no salen más. Las huellas, se asusta, van a ver las huellas. Pero hacia la tarde nieva otra vez y borra los pasos delatores; circunspectos unos, erráticos los otros.

Ya no tienen comida, y esa noche el llanto de Carozo los invade y aturde. Sus dedos se hurgan nerviosos una herida en la tibia, arrancándose lonjas de piel. Con más ganas, ordena Silva. Pero a Mosca le parece inútil y se cansa de escuchar el chasquido del cuero. La solución le parece evidente pero, yo nunca maté a nadie, se dice, y a Silva no puede proponérselo.

Apenas consigue dormir, en escapadas intermitentes que no dan descanso, solo imágenes sin hilar de la ciudad a orillas del río. Cuando a la mañana recuentan los sueños, deja que la lengua vaya engarzando los elementos dispersos. En esas ficciones Mosca ejerce de nuevo su astucia y Silva pone el placer y el verano.

Ese día pasa casi idéntico al anterior. Mosca se dice: es el anterior. Hasta que dos accidentes diferencian la jornada. Primero, Carozo se pierde y vuelve al rato con algo muerto en la mano. Es una gaviota. No van a pasar hambre. Segundo, a la noche, después de desemplumar al animal, después de horas de tedio de cortar la carne con la hebilla del cinturón, Carozo se abalanza y traga desesperado el laborioso trabajo. Entonces Silva, hambreado, lo agarra del cuello, lo empuja contra la pared de piedra. Mosca piensa que para reventarlo así hay que tener energías. Tal vez en unos días puedan retomar el camino.

Hay una sucesión regular de cosas iguales. La nieve cae sobre la nieve, el día sobre el día. Mosca se entrega a esa cadencia con resignación. Empiezan la mañana intercambiando sueños. Después asoman la cabeza; se estiran. Silva limpia la cueva con dificultad, intenta hacerse útil. Mete nieve para cubrir el meo y la mierda. Ventila el olor a sangre que él y la comida desprenden. Entierra los huesitos de pájaro.

Mientras tanto Carozo y Mosca se acercan a una piedra cóncava, alta, donde van a morirse las gaviotas cuando están viejas o muy enfermas. A veces encuentran huevos de cáscaras grises y punteadas. Mosca tiene que trepar sobre Carozo para alcanzar los nidos. Los primeros días era imposible. Carozo se resistía cuando lo forzaban a quedarse quieto. Esa repetición de la incomodidad logró que se mantuviera en el lugar, pero por pura costumbre, se explica Mosca, no porque viera la relación que había entre ese momento y su almuerzo.

Silva agujereaba los huevos con alfileres de hueso. Mientras iban sorbiendo despacio la pulpa filiforme y grumosa, él sacaba puñados de plumas, desmenuzaba la carne con habilidad creciente. No desperdicien nada, decía, y ellos roían hasta los huesos. Después arrimaba las piezas y armaba el esqueleto, aburrido.

Apenas podía moverse. A veces Carozo hacía algún ruido: mama, sonaba, y él se sentía aludido. Pero aunque le daba órdenes e instrucciones, aunque lo vigilaba, al final solo Mosca podía en verdad ocuparse. No te contengas, lo incitaba, él aguanta. Pero Carozo no entendía lo que le pedían, y se golpeaba la frente contra las paredes, lloraba muchas veces a un tiempo multiplicado por el eco. A Mosca le dolía la muñeca y tuvo miedo de rompersela, así que paró, aunque Silva le insistiera e insistiera. Le pareció que la fuerza no tenía objeto, que el cinturón solo podía servirles a ellos para paliar, aunque solo durante unos segundos, el miedo o el aburrimiento. Se acordó de la caza de los nidos, con un Carozo entrando de a poco en la costumbre y el hábito, como una tentativa de salvación. Carozo, medito Mosca, no tenía por qué condenarlos.

Se dedicó a que las jornadas del hombre fueran como un camino en línea recta. Lo despertaba siempre a la misma hora. Aunque se quejaba al principio, al poco tiempo lo esperaba con los ojos abiertos. Para ir hasta la piedra de las gaviotas se ataba la muñeca izquierda a la muñeca derecha de Carozo con el cinturón. Hacían siempre el mismo recorrido, pisando siempre las mismas piedras. Cuando llegaba hasta tal árbol, hasta tal piedra reconocible, hacía algún ruido o silbaba. El otro olía el aire, esperaba la llegada repetida del sonido que había oído el día anterior y el anterior. Llegó a guiarlo sin usar la fuerza. Daba órdenes que Carozo respetaba casi tanto como las de Silva, es decir, precariamente, pero lo suficiente como para consolidar una relativa convivencia. Silva, siempre quieto en la cueva, le enseña severo y tajante a limpiarlo y a arrullarlo para que se duerma, a como retarlo cuando se masturba sin pudor por las noches.

Un día Carozo se escapa y vuelve desnudo, llorando. Mosca ve entero a la luz el cuerpo irregular. Es barbudo y el pelo le ralea, pero corre y se mueve como un chico. La piel es violeta y cree Mosca al principio que es por el frío o alguna enfermedad, pero después se da cuenta de que no, que fueron él y Silva. Sigue las huellas y encuentra la ropa enredada en unas plantas espinosas. Se las arregla para unir la camisa y el pantalón, aunque de ahora en adelante se le caigan cuando camine, exponiendo las piernas y los testículos. Silva le cede de mala gana el cinturón.

Mosca logra que no se abra la herida en la pierna y que no se golpee la frente. Consigue, una vez, que Carozo coma solo. Cuando se lo cuenta a Silva, este lo contradice, dice no, que es imposible, Carozo es un animal.

Más de una vez cuadrillas de hombres pasaron muy cerca del escondite disimulado. Parecía increíble que los siguieran buscando, aunque no tanto como la esperanza persistente de Mosca de que su contacto aún lo esperaba. Le pareció lógico, necesariamente simétrico, que las posibilidades de huida y las de captura fueran equivalentes. En cualquier caso, los días terminaban con Silva ensayando una caminata, y aunque siempre caía, había avances, mejoras.

El invierno se consolidaba, y cada noche era más dolorosa y más fría. Les fue arrimando y anudando los cuerpos tibios. Con el tiempo, no sintió necesidad de apartar a Carozo. Se apretaba contra Silva. En el penal había mantenido relaciones con otros hombres, durante inviernos y con aquellos que podían proveer alguna defensa o compañía, algún alivio. Ahora sintió la misma soledad y la misma calentura. Movió una mano y Silva no lo rechazó. Mosca ahogaba los gemidos. Aunque con un silencio esas cosas se aceptaran en el penal, ahora la idea de que Carozo se despertara y los viera le pareció tabú, asquerosa.

Esa noche Mosca se despierta al alba con urgencia, con una impresión de hallazgo que no entiende bien. Soñe algo importante, piensa. Trae lo ocurrido en su siesta a la cueva como una piedra sacada del fondo del agua.

Vió un edificio de piedra. Caminó por sus pasillos hasta alcanzar una cámara circular. En el centro había un jardín, y bajo unas ramas estaba Silva, desnudo y durmiente. Por el suelo reptaba una serpiente. O una anguila, duda. En cualquier caso, una animal espermático, muy anterior a la arquitectura o a la montaña. El ser se enroscaba alrededor de Silva y se metía por su boca abierta. Primero la cabeza triangular; después el cuerpo y la cola escamosas. El hombre se resistía. Su panza se hinchaba. Pasaba un segundo como un lapso de meses, y la piel se rasgaba, ya madura. Algo se movía dentro, algo con muchas patas. Se lo ponían a Mosca en brazos, le explicaban que era hijo suyo. Un monstruo, le dice Silva en la vigilia. Mosca quiere corregirlo, pero el otro hace un gesto de la mano, como apartando el relato y queriendo olvidarse.

A Mosca le parece rudimentario soñar así, alegóricamente; casi una facilidad. Pero a partir de esa noche, de forma repetida, vuelve a ver a su hijo, al hijo de la anguila. Lo va criando en sueños. Cada noche tiene más extremidades, más piernas y brazos que le crecen del tórax sin aparente dolor. Está cubierto por ellas. Corre y se agita por las paredes, pero Mosca no siente rechazo. Le enseña a caminar, a nombrar las cosas. El chico es inteligente y voluntarioso y quiere complacer. Un día lo llama así: padre. Padre, repite Mosca en el sueño. Papa, cuenta al despertar.

Durante las mañanas Mosca se ata a Carozo y enfilan los dos para el norte, trabajando un camino hasta la playa. Van y vienen los dos por esa ruta, acostumbrando a Carozo, que ya avanza un buen trecho sin llorar o tirarse al piso. Mosca sabe que solo puede hacer ese ejercicio en el primer tramo, donde no hay gendarmes. Después va a ser más complicado.

Una tarde llegan hasta una cima que usan de observatorio y pausa. Se sientan en unas piedras; en silencio miran, abajo, la extensión de la isla. Allá lejos ven la torre, ven una actividad de hombres como hormigas, ven sombras que se alargan y se funden entre sí. Que lindo es esto, piensa Mosca del sol atardecido; piensa, es como un huevo de gaviota; porque ahora el círculo toca tierra y parece romperse en una luz como yema sobre la isla. Y aunque el naranja final estira la equivocada pausa, rápido vira y cae al rojo, al azul, al negro. Rápida la noche se viene, borrando cosas, incluida la paz y el olvido de Mosca, que se quiebran como si fueran también ellos cáscara y desparramando así su propio viscoso centro: el miedo, urgente, desprotegido, de estar solo en la noche, que todo lo iguala en una sola, muerta, única sombra. Y no quiero estar muerto, piensa Mosca. Quiere estar en casa. Quiere la presencia de los otros, su conversación y su calor mientras duermen. Quiere esa terca elaboración de vida creciendo entre cadáveres de árboles y pájaros. Después cae en la cuenta, se reta, se corrige: volver a la cueva, al hueco.

Entiende entonces que se acostumbró a su agujero, a la carne y al tendón de las gaviotas. Se acostumbró a Carozo y a que Silva responda al nombre de mama. Pegan la vuelta y encuentran a Silva cruzando un claro, en una victoria dolorosa. Tenemos que irnos, le dice Mosca, y el otro responde que sí, que ya es hora. Mosca apenas sabe cuánto tiempo pasaron escondidos, pero le parece que están casi sobre el año nuevo, y que tal vez ese día encuentren menos patrullas. Deciden esperar.

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