Hijo de la anguila - 1/3

El clima de la isla Los Estados, separada de Tierra del Fuego por el estrecho de Le Maire, no es soportable para los seres humanos, lo demuestran las observaciones meteorológicas que tenemos a la vista, no hay un solo día en el año que no haya llovido o nevado, agregado a una temperatura que raras veces ha pasado de 12º sobre cero en verano y que fluctúa en invierno entre los 5º y 15º bajo cero.

Federico Mouglier. Diario de viaje. Febrero de 1885

Con el correr del tiempo se hizo evidente la necesidad de trasladar definitivamente el presidio a Ushuaia. Al momento de realizar este traslado, el 6 de diciembre de 1902, un grupo de presos se amotinó.

Historia de las cárceles en Argentina

Silva arrancó del cuerpo la llave ganada, agitado. El carcelero, con la cara sangrando contra el empedrado, ya no se movía. El vencedor está intentando recuperar el aliento cuando ya Carozo, ajeno a la matanza, busca como siempre su protección, diciendo mama. El brazo fuerte de Silva lo aloja contra su pecho, y su mano acepta esa mano desigual.

Los otros presos, anhelantes, miran a Silva, que ahora les muestra el manojo de hierro. Lo mueve. Hace sonar el metal. Entre ellos, anónimo, Mosca atiende a ese gesto deliberado, que ha sido planeado por él, conspirado en su mente y en noches largas de insomnio para que el matón lo ejecute. Y el otro cumple su parte: Silva, investido de poder, sostiene la llave en lo alto, sostiene a Carozo, sostiene las miradas encandiladas, hasta que Mosca le hace una afirmación mínima y convenida. Entonces, encienden la fuga. El grupo pisa, eufórico, los cuerpos de los guardias al correr en dirección a la puerta y las cerraduras ceden dóciles. Atras van quedando las celdas y los pasillos enterrados, los trabajos sin propósito. Silva encabeza la carga, como antes la lucha, siempre arrastrando con dificultad al asimétrico y distinto Carozo. Amotinado así entre sus pares, Mosca pensó, claro, así era poder estirar las piernas, así eran la noche, la nieve, la isla en la nieve. Cierto, así era el frío.

Contra el orden blanco de la nevada, los prófugos se ven negros y anarquicos. Adelante está la costa. A los barcos, va comandando Silva, con estas y otras palabras de arenga. La mayoría obedece, encara ciegamente hacia la orilla; pero Silva se retrasa, busca otra vez a Mosca, que con una señal lo tranquiliza y confirma el plan. Juntos miran al resto del grupo desgranarse; miran a cada sombra sola alejarse ansiando sin dudarlo el mar helado, movilizadas todas ellas por el mismo impulso: una felicidad exaltada que no es todavía miedo. Es recién con los primeros chapoteos que empiezan los gritos, el conocimiento naciente de que en comparación con el agua la tormenta era amable y tibia, y de que los botes no alcanzan para todos y de que habrá que luchar. Mosca, Silva y Carozo, demorados, escuchan estas cosas previstas. Después entran al bosque que se espesa y puebla la isla.

El contacto de Mosca los espera en otra playa. Es un hombre de sus años de contrabandista que podrá, escribe, arrimarlos al continente. A sus espaldas crecen las voces de alarma, los tiros. Corren atravesando la nieve, esquivando ramas. Mosca sólo distingue los gritos de Carozo, de un terror primario y sin palabras. Reza para que a Silva se le zafe. Va a hacer que nos maten. Así piensa ahora y así se lo había planteado a Silva hace semanas, mientras ultimaban detalles. Pero el matón, un mal necesario, lo había negado con violencia. Sin él no te saco, había dicho Silva. Yo me hago cargo.

Se escapan en dirección a la montaña. Trepan y el sonido de la búsqueda se atenúa. Desde la altura ganada ven el faro de la cárcel, que ya está encendido e intenta abarcar la isla en lentos círculos de luz, buscándolos. Rompe, intermitente, la noche, iluminando la captura frente a la costa. Alumbra cada vez más esposados y flotando en el mar a la gente azul, los profugos ahogados, y donde falta, a criterio de Mosca, el idiota.

La desaparición de Carozo va a llamar la atención: el diferente, el incómodo hombre niño que apenas verbaliza, llora y se queja, babea, dice mama. Ahora para calmarlo, Silva revuelve su bolsillo y saca tres barras de chocolate, una para cada uno, mientras pregunta a Mosca que donde los espera su contacto. Ya nos estarán buscando. Mosca siente su porción deshacerse en la garganta, despidiendo calor, una energía. Silva ya no le es necesario. Aprovecho, como se usa una herramienta tosca, su brutalidad y su voluntad de mandar: para romper a los carceleros, primero, y para capitanear a los encarcelados, después. En la confusión que siguió Mosca hubiese podido desaparecer sin hacerse notar. En cambio la ausencia de Silva, quilombero, cabecilla, inseparable de Carozo, será para los guardias tan ruidosa como su presencia. Le tienen una rabia especial y lo estarán buscando entre las caras igualadas por el mar. Mientras le insiste con la dirección de la playa (por si te pasa algo, explica), Carozo se atraganta con el chocolate y lo escupe en una pasta marrón. Silva se enoja y lo insulta: idiota, animal. Después le limpia la cara con la manga. Muerde su chocolate en pedazos bien chicos y le pone uno en la boca a Carozo. Masticá, le ordena. Da instrucciones hasta que se terminan todos los pedacitos, aunque a Mosca le parece que responde menos al hombre que al sabor dulce en la lengua. Después Silva lo levanta, le acomoda la ropa, le sacude la nieve de la cabeza. Espera que le diga la dirección, descontento. Mosca sabe que Silva ha aceptado ahora, sonriente y sereno, ser un traidor, como ha aceptado hasta hace nada ser un líder y en su vida previa un criminal. De igual manera y con el mismo sosiego puede ser un asesino. Mosca tiene que seguir siendole fundamental. Se guarda la información y encara, sin responder, hacia el norte de la isla.

La tormenta arrecia. La nieve es profunda y entorpece el paso. Midiendo la montaña, la luna, Mosca va haciendo el camino. A cada rato, Carozo se tira al piso mientras moquea, grita. Y cada vez, Silva gruñe: ya está, levantate, deja de llorar. Lo amenaza y cuando no responde, lo patea en el suelo. A Mosca le parece que Carozo no asocia su llanto con esos golpes. Siempre se sorprende cuando el cinturón le cae encima de nuevo. Quiere hacerlo parar, pero tampoco sabe cómo. Esos sonidos (las quejas, las caídas, los golpes, la hebilla, el llanto repetidos) inquietan a Mosca. En la isla no hay ni animales ni pueblos. Todo sonido los señala. Toda la isla no es más que una extensión del penal. Se pregunta por qué Silva insiste con Carozo. Carozo no parece querer escaparse. Carozo quiere volver al calor de la cárcel y dormir. Pero Silva lo arrastra y se ocupa, le da de comer, lo limpia, lo insulta y lo faja, igual que en el penal. Ahí completaba la parte del trabajo asignada a Carozo y le aseguraba la cena. Estaba para interponerse a cualquier violencia, a cualquier generosidad de parte de guardias o presos. Cuando Carozo grita por la mamá, antes, desde su litera, y ahora en el bosque, el que se acerca es Silva. Decide dejarlos, cuando surja la oportunidad. Por ahora lo siguen vigilando de cerca; no se confían.

Andan por horas. Amanece apenas y la nieve fosforece. Mosca mira sus dedos azules y apenas los siente. Estas no son mis manos, quiere convencerse. Va a sugerirle a Silva que busquen refugio. Durante el día serán demasiado visibles y falta todavía un trecho.

Pero cuando empieza a decir estas cosas a una sombra enfrente suyo se da cuenta de que no le está hablando a Silva, sino a uno de los guardias, tan cansado como él, caminando sin ver en la oscuridad de la madrugada. Mosca retrocede y se cae, sorprendido, mientras Silva se abalanza con una piedra en la mano, que le hunde en el cráneo al guardia. El otro suavemente cae, deja a su paso en el aire un rocío colorado, aunque no antes de disparar al vacío, dando alarma. Mosca escucha el tiro enterrado en la nieve. Escucha aullar a Carozo, y después también a Silva, que grita, vamos Mosca, vamos. Hay otras muchas voces. Los guardias llegan desorientados. Todo se entrecruza y se confunde y la noche se carga de material: la nieve que baja, las linternas que rastrean, las balas que rompen. El agua, el fuego, el plomo trenzan la red que en el aire los busca. La voz de Silva putea y la de Carozo ensordece. Mosca entiende que les disparan al azar, que nadie se distingue, perseguidos y perseguidores participando de una misma confusión. Se levanta y corre, manotea la oscuridad. Hay como relámpagos entrecortados - las linternas erráticas sacudiendo - que le van mostrando a Silva embistiendo y entrando a la sombra, donde grita de dolor, para volver después, con las heridas abriéndose en el pecho. Pero avanza y acomete, hasta se ríe. Cuando se da cuenta, Silva le atrapa el brazo y lo arrastra hacia abajo, hacia una pendiente, precipitándose los tres en la nieve que se hunde.

Anterior
Anterior

Hijo de la anguila - 2/3

Siguiente
Siguiente

Crónica verídica del viaje de un hisopo a través de la nariz hasta el cerebro, y de lo que allí adentro aconteció