Crónica verídica del viaje de un hisopo a través de la nariz hasta el cerebro, y de lo que allí adentro aconteció
Lucas ronca potente porque la cocaína es una sustancia vasoconstrictora. Al aspirarla se reduce el flujo sanguíneo hacia el tabique nasal que, sin nutrición, se va pudriendo, y eventualmente, con los años y el hábito, se va cayendo. Sin tabique el flujo de aire se amplifica como en una gran caja de resonancia; sin tabique hay espacio en la nariz de Lucas para que entren todas las cosas del mundo, hasta el hisopo inexperto del residente de primero.
Me cuenta mi jefe, mientras avanzamos por el pasillo, que Lucas es un paciente adicto. Lo conoce bien y me dice que tiene la cabeza quemada como fósforo usado y que aproveche para aprender. Lucas consume, se interna, se desintoxica, sale, consume y se interna: terapéutica en modalidad puerta giratoria, en que hay que hisoparlo cada 2 días. Tiene la nariz canalizada, parece una autopista, te va a resultar facilísimo. Digo que sí, dale, pero atras de lo que ahora necesito ser (Jaime, el Profesional), hay otros. Por ejemplo, Jaime el Desquiciado, que ahora lucha por salir a la superficie, nervioso, y quiere irse a casa.
Encontramos a Lucas esperando en un consultorio. Interrumpo su ronquido para presentarme y pedirle que se saque el barbijo. Pero Lucas me ve nervioso o jovencito y me pregunta: ¿Doc, ya hisopo a alguien antes? Yo hago un gesto vaguísimo que podría indicar que sí, que multitudes de gentes, pero que también un poco señala hacia la verdad, al secreto del gremio. Jaime, el Improvisado, hasta hace 15 minutos participaba de una ceremonia en donde los médicos novatos nos conocíamos los unos a los otros y a la intimidad de nuestros cuerpos. El residente A aprendía a hisopar en la nariz del residente novato B, que en simultáneo profundizaba en la nariz del C, y el C en el A. Este círculo malsano es el alcance de mi experiencia, Lucas, quiere decir Jaime, el Sincero.
Pero ahora me miran mis pares, médicos y psicólogos; me evalúa el jefe. Apretado y transpirando en el equipo protector, Jaime, el Médico, rasga el paquete del hisopo: hacemos primero el de la nariz, Lucas.
El primer paso del video instructivo indicaba iniciar introduciendo de manera horizontal el primer tercio del hisopo. Hasta acá, bien. El paso dos consiste en redireccionar el palito 45 grados hacia arriba, después de lo cual el recorrido a través de la nariz debería ser fácil, directo, rápido: prístino. Apunto hacia el cerebro de Lucas. Trato de hacer avanzar el hisopo. No pasa. Estoy fallando en el paso dos. Siento pánico, pero ya no puedo retroceder. Una compañera estornuda. Salud, dice Jaime, el Imbécil, en el traje de astronauta y hasta el codo dentro de Lucas. Nadie dice nada. Estoy trabado.
Detrás de la máscara profesional se agazapa Jaime, El Que Tiende A Ser Bruto O Torpe, erizado de nervios y acordandose cosas idiotas: una propaganda de pasta de dientes que nada tiene que ver con el video instructivo; la imagen de un obrero que me cruce por la mañana y que rompía la vereda con un taladro; la arenga de un entrenador de rugby de la secundaria que me grita desde las gradas en pleno scrown: adelante, siempre hacia adelante, maricón, hasta el fondo de lo desconocido. Pero no, eso no puede estar bien; ahí mezclado hay un verso de Pessoa, creo, o un infeliz de esos. En todo caso, de un hombre que tenía espíritu idéntico al del entrenador. Jaime, el Lector, se habrá mezclado con Jaime, el Deportista Púber, en un recuerdo quimérico, pero en fin, la puteada-poema hace lo suyo.
Oh, escucho gemir tras romper la resistencia. Avanzo con el impulso mucho más allá de la nariz. Anatómicamente esto es imposible, pero con Lucas quién sabe, y una psicóloga, una analista de polera, me grita, asustada:
¡No tan profundo!
La presencia de un analista en el ambiente es perniciosa: no hay cosa del universo que no pueda ser, en definitiva, pene. Sin que lo sepa, sin que lo quiera, su grito tiñe el ambiente de connotaciones fálicas. Tal vez esto hable más de Jaime, el Degenerado, que de cualquier otra cosa. Pero cuando la psicóloga dijo lo que dijo, ya era tarde: éramos, médico y paciente, y residentes y jefe y psicóloga de polera, conscientes: sabíamos. Lucas y Jaime, el Amante, nos miramos a los ojos. Acabe, doc.
Profundice. No quedaba apenas palito. Pensé, en este hijo de puta no hay fondo. Pensé que iba a perder el hisopo dentro de la nariz cocainómana y que lesionaría para siempre a Lucas.
Hasta que la puntita peluda del hisopo rasco algo blando. Lucas puso los ojos en blanco, ya extasiado. Creí haber llegado al cerebro, y estar estimulando y toqueteando una circunvolución secreta del lóbulo frontal, o el hipotálamo. Si fuera así, Lucas estaría oliendo lo que no existía o rememorando lo que nunca pasó.
Más tarde, cuando lo encontré tratando de repetir la experiencia del hisopo con una lapicera BIC (ya se estaba olvidando lo visto, y quería recuperarlo), hablamos sobre lo que vivió en ese momento, cuando le toque el cerebro. Lo que contó entonces, y yo enseguida voy a repetir, Jaime, el Místico, nunca se lo perdonó, porque usurpaba para las neurociencias lo que había sido desde siempre patrimonio de la espiritualidad. Lo vi sacarse la gorra Adidas (Lucas, que se baña con ella ), lo vi sentarse en la posición del Loto (Lucas, que no sabe lo que es la India) y decirme que aparentemente sintió que se abrían para él, como la corriente de un estanque que se desbloquea y fluye (Lucas no lo dijo con estas palabras) las memorias y el catálogo de lo que había sido en otras vidas: oruga, dijo, dodo, alondra, hijo mimado de un magnate chino, triceratops, musgo milenario en el fondo de una caverna, ama de llaves de una abadía inglesa. Me dijo que había sido muchas millones de bacterias breves, y una vez, procónsul romano. No llegó a disfrutarlo; lo mató enseguida el hacha de un visigodo, aunque me habló con mucha nostalgia de las uvas de Piamonte del siglo III a.C, una fruta bárbara, dijo. Había sido el virus de la gripe, una versión primitiva de la jirafa. Había sido una mariposa enchinchada por Darwin en el Beagle, y una cosa palpitante que flotaba en el espacio, viscosa, mientras se formaban la luna y los planetas.
Pero más raro que todo esto fue cuando me dijo que nosotros ya nos conocíamos, de antes, Doc, me dijo, nos cruzamos muchas veces. Me dijo que fuimos hojas de pasto de un mismo jardín, troncos de ombúes vecinos, y raíces de soja enredadas una en la otra. Juntos, fuimos una multitud de flores de cannabis creciendo en la humedad de invernaderos secretos. Fuimos espermatozoides viajando parejos en un mismo esperma sin futuro hasta una media. Fuimos hormigas, lobos y soldados de infantería, peleando en colonias enfrentadas, en jaurías extintas, y en ejércitos enemigos. Lucas había sido un médico, un médico ruso que había cruzado un bosque y una nevada de invierno para visitar a un paciente; quiero decir que Lucas había sido Chejov, y yo lo había visto entrar a mi choza y atenderme a mí, un paciente opiomano, en quien después se baso para escribir un cuento.
Y fuimos otras muchas cosas arbitrarias y raras y fantásticas, que no vale la pena seguir enumerando; ser alguien que juega a ser médico o un paciente al que se le perdió la nariz, ser Jaime y ser Lucas no deja de ser igual de fantástico y raro y arbitrario. Además ya me alcanza con los otros que soy, como para además complicarme con los otros que fui; todo esto es agotador y hasta de mal gusto. ¿Por qué insistir en el recurso fácil de las listas extraordinarias, y en esa obviedad, que cualquier identidad es tan lábil, y tan incierta? Mejor volver a lo mio, y a lo que sabe Jaime, El De Los Pies En La Tierra.
Cuando Lucas salió de su trance, y yo no sabía que le había pasado esta cosa, deshice rápidamente el abrazo que el comentario de la psicóloga había llenado de erotismo. Lucas quedó internado en la cama 24-13. En el hemograma salió que el sodio está bajo y las pruebas no treponémicas dieron reactivas. El hisopado para COVID dio negativo.
semana 4 2020